Archivo de la categoría: Literatura

Club de Lectura. 29ª sesión: leemos a Natsume Sōseki

Natsume Soseki (fotografía de Wikipedia)

Natsume Soseki
(fotografía de Wikipedia)

En nuestro Club, por norma no escrita, leemos obras que suponen un continuo viaje por la literatura universal. Vamos de acá para allá y nos detenemos en los más insólitos parajes, en obras y autores de todo tipo, en cualquier latitud, cualquier cultura y cualquier lengua. Huimos, como de la peste, de todo prejuicio, de todo ombliguismo nacional y toda mala literatura. Sin embargo, al cabo 28 sesiones aún no habíamos recalado en Asia. Sería labor de titanes tratar de dilucidar por qué en España no leemos literatura asiática (o africana) en el grado en que sí lo hacen en otros países europeos, porque es muy significativo.

Así que hemos leído al japonés Natsume Sōseki (pseudónimo de Natsume Kinnosuke). Siendo Sōseki [terco, testarudo] nombre y Natsume apellido, respetamos aquí el orden que prefieren los japoneses. Ahí lo ven ustedes, en la fotografía, con esa pose en la que más bien parece Benito Pérez Galdós; con aire del siglo XIX pero ya en el XX; japonés de pies a cabeza pero vestido a la europea. Y esto que digo fue precisamente su drama y su virtud, el motivo por el que en cierto momento de su vida se decide a escribir y deja, para la posteridad de miles y miles de japoneses que leen sus obras con devoción, los temas y planteamientos que le han hecho célebre y clásico: la transición del Japón medieval al Japón moderno y occidentalizado, el abandono de costumbres viejas y la adopción de otras (foráneas y con un sentido más práctico de la vida), el medio rural y el urbano…, dicotomías que Sōseki va desarrollando en obras de planteamiento muy occidental (el mismo género de la novela ya lo es), en tramas y argumentos que tienen mucho que ver con el Bildungsroman o novela de aprendizaje, y al decir esto estamos hablando esencialmente de descubrimiento del mundo y de la perplejidad o el asombro que supone, e igualmente de un proceso de transformación en el protagonista paralelo a otros procesos que, en este caso, son políticos, sociales, económicos y culturales. Por otro lado, recordemos cómo, en otras latitudes y en momentos históricos críticos similares a este, siempre se han escrito obras que plantean esta disyuntiva trágica: civilización o barbarie (y con esto tomo prestado el título que Domingo F. Sarmiento, en Argentina, a finales del XIX, dio a su principal obra).

Portada de la adaptación a dibujos animados ("anime") de Botchan, de 1980

Portada de la adaptación a dibujos animados (anime) de Botchan, de 1980

Botchan, título de la novela y apodo del protagonista (significa niño mimado, o incluso niñito), es un joven originario de Tokio, inseguro, idealista y de enorme rectitud moral que comienza su trabajo como profesor de matemáticas en una zona rural de Japón (Matsuyama, prefectura de Ehime). Inmediatamente, su forma de pensar (propia de un edokko o ciudadano de Tokio) colisiona con el entorno al que llega, con sus alumnos, con sus compañeros profesores…

¿Cómo hemos leído/recibido Botchan? Pues he de decir que los miembros del Club de Lectura han disfrutado con este libro. Apreciaron la rara serenidad que transmite Sōseki incluso en los pasajes más tensos o dramáticos, la contención de la exteriorización de los sentimientos y las actitudes tan peculiar, tan propia, de la cultura japonesa. En este aspecto, fuimos muy bien asesorados por nuestro compañero José Luis, el más avezado en este campo, pues es un apasionado de Sōseki. Había que tener en cuenta estas claves culturales para comprender el libro, y algunas de tipo histórico: los gobiernos japoneses de la época, empeñados en la occidentalización del país, adaptaron el sistema educativo con ese propósito (justo la época y la situación que vive Botchan), a pesar del necesario conflicto que supuso.

Por otro lado, María trajo unas fotografías de un viaje a Japón y con ellas (proyectadas en una gran pantalla) pudimos apreciar algunos de los elementos de la vida diaria de los japoneses que aparecen en la novela (los tatamis, los interiores de una casa típica, la insólita y despreocupada mezcla de tradición y modernidad que se observa en las calles, platos tradicionales de los que a menudo comía Botchan, los kimonos…).

Primeras líneas de Botchan en japonés (www.natsumesoseki.com)

Primeras líneas de Botchan en japonés (www.natsumesoseki.com)

Por último, quiero hacer notar la excelente traducción de José Pazó Espinosa para la también excelente edición de la editorial Impedimenta, que tira por tierra al célebre y desconsiderado adagio que dice Traduttore, traditore, que puede estar bien como juego de palabras pero, en mi opinión, sin consistencia.


Club de Lectura. 28ª sesión: de Ramón J. Sender a Natsume Sōseki

Ramón J. Sender (imagen de www.ramonjsender.com)

Ramón J. Sender
(www.ramonjsender.com)

De entre la mucha y variada producción literaria de Ramón J. Sender, un autor que me gusta mucho y al que acudimos quizá poco, hemos leído La tesis de Nancy. Para ser francos, debo decir que esta novela no ha gustado especialmente a los lectores del Club de la Biblioteca. Ya lo escribía en la anterior entrada, cuando la anunciaba: no está entre las mejores de este autor, que firmó obras memorables que toda persona instruida debiera leer (Crónica del alba o La aventura equinoccial de Lope de Aguirre, por citar sólo un par). La tesis de Nancy se ha quedado vieja, esa es la verdad. Hace gracia, sí, pero cansa muy pronto. Es interesante, sí, pero aburre antes de alcanzar las ochenta páginas. Ramón J. Sender la publicó en 1962, exhibiendo un sentido del humor, un planteamiento, unos personajes y una estructura acordes con los lectores de la época; de hecho, su publicación fue un verdadero éxito editorial en su día. Pero no conecta demasiado con nosotros. Sin embargo, merecía la pena leerla.

El planteamiento es muy sencillo: una estudiante norteamericana viene a España, a Sevilla, a estudiar y hacer una tesis sobre nuestro país. En forma de cartas que envía a los Estados Unidos, accedemos a su proceso de adaptación a Sevilla y a su gente, de modo que a Nancy la vemos permanentemente en su periplo por un paisaje de arquetipos y costumbrismos. No hay una trama que enganche al lector (tal vez su relación con Curro, el gitano, tal vez su relación con Mrs. Dawson, pero son muy insuficientes). La tesis de Nancy se desarrolla, pues, como una sucesión de episodios en los que Ramón J. Sender va integrando equívocos lingüísticos muy divertidos en su mayor parte, confusiones propias de un choque entre culturas y reflexiones en las que se aúnan la candidez y la inocencia de esta jovencita con el cientificismo asumido en los Estados Unidos (su herramienta para elaborar su tesis). Es muy interesante, a este respecto, observar cómo el autor juega a poner sobre la mesa no sólo los estereotipos que se atribuyen a los sevillanos (y, por reduccionista extensión, a los españoles), sino que también nos presenta al arquetipo americano (esa candidez, esa aparente inocencia, ese rigor y adelanto científico). Al final, resulta un tapiz de equívocos con conceptos que, inconscientemente, muchas veces manejamos a diario. Aún hoy, podría decir.

Fue muy valorada en nuestra sesión de debate la capacidad de Ramón J. Sender para utilizar un portentoso despliegue de andalucismos. Cosa rara en un aragonés, dijo Benjamín. Bien mirado, La tesis de Nancy es una reflexión sobre el lenguaje, la comunicación o la incomunicación entre culturas, de manera que no sólo andalucismos: también anglicismos (que conocía bien, lamentablemente por culpa del exilio que sufrió).

Un aspecto que no se debatió mucho fue el de la conexión que Ramón J. Sender pudiera haber tenido con autores que, desde fuera, observaron y escribieron críticamente sobre nuestro país; es decir, sobre nuestras costumbres y nuestras carencias (o, podríamos decir, sobre las carencias que conllevan nuestras costumbres). Nos podríamos referir a Borrow o Gerald Brenan, por ejemplo. En efecto, la mirada de Nancy es una mirada limpia y cargada de afectividad por lo que ve: su criterio, sus impresiones y reflexiones van conformando un cuadro crítico sobre aquello que (¿esencialmente, atemporalmente?) somos. Traté de introducir esa discusión, pero sin demasiado éxito.

Insisto, para terminar, en algo que decía al principio: leamos a Ramón J. Sender. A pesar de La tesis de Nancy, tan célebre y tan leída, es un autor cuyos méritos pueden valorarse mucho mejor en otras de sus obras, y a ello os invito.

La próxima sesión del Club estará dedicada a debatir sobre literatura japonesa. Tengo la impresión de que nos acercamos poco, o muy someramente, por la cultura que nos viene de Asia. Intentaremos, pues, ese acercamiento con un autor fundamental de la literatura japonesa contemporánea: Natsume Sōseki.


Club de Lectura. 27ª sesión: de Jorge Luis Borges a Ramón J. Sender

Jorge Luis Borges (fotografía de Wikipedia)

Jorge Luis Borges
(fotografía de Wikipedia)

Una vez leído El Aleph, de Jorge Luis Borges, nos dispusimos a comentarlo en la sesión correspondiente del Club de Lectura de nuestra Biblioteca. Sin duda alguna, Borges es uno de los más grandes autores de la literatura universal. Así, con todas las letras. Podríamos elegir a ciegas cualquiera de sus títulos y disfrutar con textos que no han envejecido ni han perdido pulsión emocional o artística. Sin embargo, las apreciaciones de los lectores del Club no fueron unánimes en este sentido: para algunos, El Aleph es una genialidad, una maravillosa colección de relatos; para otros, un libro inalcanzable, de vuelos filosóficos muy altos o demasiado altos; y, entre estos últimos, los hubo que acudieron al ejercicio de distinguir la fábula del trasfondo filosófico con vistas a no perderse en los laberintos del pensamiento borgiano (lejos de ser reprochable, la considero una buena estrategia de lectura que podría anunciar relecturas en otros momentos).

Inevitablemente, salieron a colación algunos de las cuestiones más conocidas y polémicas en torno a la proyección pública de Borges: su vastísima cultura, su europeísmo y cosmopolitismo, su torre de cristal intelectual, cierto grado de distanciamiento aristocrático, su (aparente) decantación por la razón frente al sentimiento y, finalmente, sus palabras de apoyo a la entonces incipiente y por siempre despreciable dictadura de Videla en Argentina. Con respecto a esto último, habría que decir, e insistir todo lo que haga falta, que Borges comprendió muy pronto su error y que se retractó pública y firmemente. Creo que a un escritor de esta altura, coherente y con capacidad y valentía como para reconocer públicamente un error de este calibre, se le debería juzgar con menos severidad en este punto. Su aportación literaria y vital a este mundo en el que vivimos, a su siglo XX/cambalache y a los venideros, merecería que zanjáramos definitivamente esta polémica.

Así que, retomando lo que habíamos comenzado, Inma, José Antonio, Olga, Manoli, Antonio, Javier, Laura y Benjamín disfrutaron mucho con esta lectura. Cada uno, a su manera. Alabaron la concisión y precisión de su estilo narrativo, sin barroquismos tan innecesarios como fuera de las vanguardias en las que Borges se formó; la finísima ironía de muchas de sus líneas; la empatía del autor con sus personajes (incluso aquellos cuyo comportamiento o actitudes pudieran considerarse censurables, o aquellos que, por tradición cultural, se encuentran en nuestra memoria colectiva desempeñando un triste papel: el Minotauro, por ejemplo); las conexiones literarias con Poe, Chéjov o Cortázar, que señalaba Antonio; y, quizás lo más llamativo, los distintos puntos de vista que el autor adopta para narrar y que el lector, aceptando el juego (pactado implícitamente, claro) asume y disfruta. Javier, por ejemplo, expresaba que si este libro se ha leído sólo una vez, entonces no se ha leído. José Antonio confesaba haberlo leído ya varias veces, y añadía: siempre es como si fuese la primera vez. Manoli, que no conocía El Aleph, mostró su alegría por haberlo leído: mencionó los relatos El inmortal, Emma Zunz y La casa de Asterión como los mejores del libro. Benjamín resaltó el gusto por lo árabe que se aprecia en algunos relatos.

Minotauro, según Georges F, Watts (reproducción de Wikipedia)

Minotauro, según Georges F, Watts
(reproducción de Wikipedia)

Por contra, Lorenzo, Paqui, Pedro Luis, José Luis y Candi mostraron diverso tipo de objeciones. La objeción más original la aportó Candi, quien propuso que organizáramos una velada junto a una chimenea para leer El Aleph todos juntos. A ver si así acabo de comprenderlo, dijo. En efecto, las críticas fueron por ese lado: las dificultades para comprender, al menos en ocasiones, unos textos que plantean problemas filosóficos cuya resolución o comprensión precisa de herramientas suficientes en manos del lector. Laberintos, espejos, el mismo aleph, desiertos insondables, citas bibliográficas (reales o ficticias), y a su vez citas de citas…, todos ellos son símbolos del código borgiano con el que se trata de explicar el universo y nuestra función en el mundo, en un aquí y ahora sin respuestas y, quizás, sin salidas (su complejidad, su infinitud, sus niveles, conviviendo con su pequeñez y fragilidad…) Así, se habló de intelectualismo frente a sentimiento, cerebro frente a corazón. Pedro Luis se refirió a líneas, párrafos, que le habían conmovido, pero que no había llegado a entender a Borges. ¿Debería pedir perdón por ello?, añadió. Claro que no, pero tal vez si en otro momento volviera a intentar la lectura…

Para la próxima ocasión, y también con idea de cambiar completamente de registro y estilo, leeremos La tesis de Nancy, de Ramón J. Sender, un autor que podría estar mejor valorado si en nuestro país tuviésemos mejor autoestima. Es verdad (me anticipo) que La tesis de Nancy no es su mejor libro, pero nos permite debatir sobre las particularidades de nuestro país (otros dicen esencias, qué palabra) y entrar en la estela de autores que, junto a Sender, miraron nuestro país desde fuera y lo criticaron tanto como lo quisieron: Borrow, Brenan…


Club de Lectura. 26ª sesión: de Boris Vian a Jorge Luis Borges

Boris Vian (fotografía tomada de Wikipedia)

Boris Vian
(fotografía tomada de Wikipedia)

Animadísima sesión de nuestro Club de Lectura de la Biblioteca Bartolomé J. Gallardo. Habíamos leído Que se mueran los feos, de Boris Vian, una novela divertida, imprevisible, alocada y gamberra de un autor muy singular. Con elementos, estructura y diálogos propios del género (o subgénero) policiaco, así como de la ciencia ficción, Que se mueran los feos es finalmente una parodia de estos tipos de narración; pero es también algo más. Veamos.

Sospechaba que habría disparidad de comentarios con respecto al libro, y así fue: para empezar, Yolanda, Pedro Luis o Paqui expresaron, con más o menos reservas, su disgusto con una narración sin sentido, ni siquiera sentido del humor y decididamente pésima. Añadieron que no tiene una estructura clara, que parece improvisada, que carece de valores literarios claros, que los personajes son muy planos y simplones… Es verdad que esta novela no es la mejor de Boris Vian; cabe decir que a Vian se le recuerda más por otros títulos (La espuma de los días o La hierba roja, por ejemplo, así como sus poemas y canciones), pero los valores de Que se mueran los feos son muy distintos a los de las obras que acabo de citar: hay que leerla con otras claves, con otra mirada. Esas otras claves/miradas fueron expresadas por los demás compañeros del Club con el entusiasmo suficiente como para que, al final de la sesión, Yolanda expresara que le había encantado escucharnos (dando en el blanco de lo que es un Club de Lectura: un intercambio de puntos de vista entre un grupo de aguerridos lectores dispuestos a modificar sus propios pareceres y comprender empáticamente los ajenos). Por su parte, Laura comentó que tampoco le había gustado, pero que… no había podido dejar de leerla, que la narración le seducía. Bien, pues tiremos de este hilo: ¿por qué puede seducirnos, engancharnos, una narración disparatada que puede no gustarnos demasiado?

En general, a todos nos pareció una obra muy divertida, dinámica y, sobre todo, paródica. Ahí está la clave: Que se mueran los feos es una parodia completa del género policiaco y sus modelos de personajes, de sus estructuras, de sus tramas, de sus diálogos… Sólo así se entiende el descontrol narrativo, la falta de trascendencia e importancia de la que hablaban Lorenzo y Candi (quienes aclaraban que esas carencias son deliberadas, que así lo habría querido el autor). Lo más destacable, pues, estaría en el tono vital, en la pasión que el libro destila, en la completa libertad con la que ha sido escrito, siendo finalmente, por resumir, un elogio de la juventud y sus impulsos de toda clase.

José Antonio (Fifo) la relacionó agudamente con El laberinto de las aceitunas, de Eduardo Mendoza; Leonor y Paqui se la iban imaginando como un cómic (Sin City, citó Leonor); Alba la relacionó con 1984, de George Orwell, por los aspectos truculentos de la historia; José Luis construyó un razonamiento que comenzaba en el cine policiaco de la época y terminaba en Lévi-Strauss y los estructuralistas, pasando por las corrientes literarias del absurdo y su sentido del humor, además de Aldous Huxley; Antonio y yo mismo citamos a Raymond Chandler y Dashiell Hammett; Javier valoró, en las primeras páginas de este mundo al revés, al guaperas protagonista, Rocky Bailey, como un alma femenina acosada por las mujeres, mientras que las mujeres adoptan generalmente (por no decir siempre) un comportamiento arquetípicamente masculino. Realmente, entre todos sacamos bastantes referencias, siendo una conclusión aceptable para todos que la literatura es, entre otras muchas cosas, juego y libertad creativa (como aprendimos para siempre al leer a Julio Cortázar, por ejemplo). Y risas. Y un poco de locura. Y un poco de sinsentido y exceso, en la mejor tradición, francesa en este caso, de Rabelais o Voltaire. Y no tomárselo todo demasiado en serio: recordemos que Boris Vian escribió esta novela justo después de la II Guerra Mundial, y es perfectamente comprensible la pendulación hacia el humor desenfrenado tras semejante despliegue de salvajismo colectivo. Esta consideración motivó asimismo que Antonio, en su lectura, destacara temas muy serios, e incluso actuales, bajo la sátira de la narración: el descarnado racismo/fascismo y sus proyectos de creación de un mundo de guapos que quiere realizar un tal Markus Schulz, malo malísimo de esta aventura y antagonista de nuestro guapísimo detective improvisado Rocky Bailey.

Para terminar, no quiero dejar pasar cómo Javier señaló, con un punto de cándida malignidad, que el título de esta obra (Que se mueran los feos) bien pudiera ser una alusión a Jean-Paul Sartre. Se sabe que la mujer de Boris, Michelle Vian, comenzó una relación con Sartre y, naturalmente, el matrimonio se vino abajo. A todo esto, Boris y Jean-Paul eran amigos hasta ese momento.

Cambiamos completamente de registro el próximo día: habremos leído El Aleph, del grandísimo Jorge Luis Borges, y expondremos nuestros puntos de vista sobre una obra que, a su vez, es un festín de puntos de vista.

Os dejo a todos, como siempre, algunos enlaces interesantes (para ir abriendo boca, para disfrutar aún más…, para lo que se quiera):

  1. Una interesantísima entrevista a Borges en el programa A fondo, de TVE, en 1976.
  2. Algunos poemas, recitados por el propio Borges.
  3. El podcast de un programa de RNE: Borges en su laberinto, emitido el 11/04/2003.

Club de Lectura. 25ª sesión: de Julio Llamazares a Boris Vian

Fotografía tomada de Wikipedia

Julio Llamazares (fotografía tomada de Wikipedia)

Habíamos estado leyendo, durante los quince días previos, una de las novelas más célebres de Julio Llamazares, La lluvia amarilla. Antes de comenzar la sesión, aún en la puerta, fui preguntando por las primeras impresiones a algunos de los compañeros de Club. Los comentarios incluían siempre dos adjetivos: dura y bellísima. Así que no fue de extrañar que, ya metidos en harina, ya reunidos, alguien cargara la pregunta y disparara: ¿de dónde saca este hombre [Julio Llamazares] tanta tristeza? Ese fue el comienzo.

Es cierto, y todos lo habíamos apreciado así. La lluvia amarilla es un libro triste y duro por demás, pero bellísimo. De hecho, un tema tan presente en este libro como lo es la soledad queda en segundo plano. El planteamiento de la historia, su argumento, es muy sencillo: Ainielle, pequeña aldea situada en el pirineo de Huesca, se va quedando paulatinamente sin habitantes. A partir de ahí, conocemos esta aldea, su devenir histórico y su destino mediante el monólogo interior de Andrés, el último que queda.

Uno de los temas que más nos ocupó fue el del conflicto. Si Andrés está solo, aislado la mayor parte del tiempo por la nieve u otras condiciones climáticas… ¿cuál es el conflicto, cómo se mantiene la tensión dramática y narrativa, la construcción del personaje, la construcción de la trama? Sus ocupaciones no parecen muy novelescas, o novelables, e incluso se habló de pobreza de acciones, de la falta de un argumento agradable; y, sin embargo, La lluvia amarilla nos atrapa, nos subyuga. Partiendo de estas preguntas y de opiniones dispares, creo que todos aceptamos finalmente (con más o menos reservas) que el conflicto es más profundo y diverso de lo que pudiera parecer, y se desarrolla por varias vías: Andrés lucha, agoniza (en sus sentidos etimológico y actual) consigo mismo, debatiéndose con sus recuerdos y la Casa/familia/estirpe que se acaba; con quienes le van abandonando, vecinos, familia…; con la naturaleza y sus inclemencias, que le aíslan cada vez más y le animalizan; y, finalmente, con la fuerza de la civilización, que aquí es disgregadora y elemento de ruptura generacional.

Todo se desmorona, y se destaca de forma muy clara el paralelismo entre la decadencia de una aldea y la del protagonista. Por momentos, asistimos a una pérdida de las coordenadas de espacio y tiempo que nos sugiere un viaje hacia la locura: los recuerdos de Andrés son la médula de la narración, y esos recuerdos están cada vez más mezclados, aleatoriamente barajados, e incluso traídos a un presente caótico en el que familiares y vecinos ya muertos desde hace tiempo tienen su espacio, compartido física o psíquicamente con el protagonista. Varios de los miembros del Club establecieron en seguida la relación con Pedro Páramo, de Juan Rulfo, acertadísima, y poco más hay que añadir para quien conozca esta monumental obra del mexicano.

Otro aspecto importante que se comentó fue la adecuación del lenguaje usado por el narrador/protagonista. En efecto, hay cierta inadecuación del registro lingüístico de la voz narrativa (un registro muy culto, con hallazgos poéticos muy elaborados, con despliegue de figuras retóricas) y la figura de quien porta esa voz narrativa (un aldeano que, aunque no es analfabeto, prácticamente no ha salido de la aldea durante su vida y ha leído más bien poco). Fue un animado debate, ciertamente, y se expusieron buenas razones. No en vano es un debate tan antiguo como la misma literatura. Si lo pensamos despacio, los usos lingüísticos de personajes de extracción rural o, al menos, a priori poco instruidos, a lo largo de la literatura universal han sido muchos y diversos. El problema es que tenemos a la realidad (o su imagen proyectada en nuestra mente) como referente. Podríamos recordar, desde Virgilio a Garcilaso de la Vega, cómo las églogas reproducen un lenguaje elaboradísimo y, por tanto, poco realista; cómo los cabreros y pastores de Cervantes son excelentes narradores; cómo los aldeanos de Felipe Trigo, Benito Pérez Galdós o Vicente Blasco Ibáñez (realistas/naturalistas) hablan de forma que nos parece más adecuada, con correctísima sintaxis; cómo los hermanos Álvarez Quintero practicaron el pastiche lingüístico; en definitiva, cómo este problema no es nada nuevo. ¿Entonces…? Pues entonces, aceptemos que esta irrealidad lingüística es pactada, es un acuerdo tácito entre autores y lectores que funciona muy bien desde hace siglos, una ficción que reconocemos como tal (del mismo modo que las historias lo son: pensemos, por ejemplo, en los viajes de Gulliver). Y aceptemos que es una licencia creativa de los autores para que los lectores disfrutemos (y debatamos), y comprendamos finalmente que la ficción no es sinónimo de mentira, del mismo modo que la realidad no es sinónimo de verdad.

Más aún podría comentar sobre la segunda sesión del Club de Lectura de la Biblioteca Bartolomé J. Gallardo, pero aquí lo dejo por no ser prolijo. Sí quisiera decir, no obstante, que estoy encantado con los miembros nuevos de este año.

El próximo libro que comentaremos será Que se mueran los feos, de Boris Vian, editado por Tusquets. Desembarcamos, pues, en un libro divertido, paródico, desenfrenado y un punto gamberro. ¡Ay, adorable Boris Vian, con cuánta libertad de condujiste, con cuánto placer te leemos!

Os dejo enlaces a propósito, y os animo a comentar en el blog si os apetece:

  1. Algunos poemas de Boris Vian, aquí.
  2. Un podcast de Radio 3 (emitido en agosto de este año) titulado Boris Vian «Crónicas de jazz». Los Ángeles.
  3. Y su biografía en Wikipedia.

Hasta siempre, Ramiro Pinilla

Hoy ha muerto Ramiro Pinilla, a los 91 años. Lamento su muerte como si fuera la de alguien cercano porque, para mis sentimientos de lector, lo fue y lo es, y lamento profundamente que ya no volvamos a ver publicadas nuevas obras suyas (a excepción de las publicaciones póstumas que, seguramente, encontraremos en las librerías).

¿Quién fue Ramiro Pinilla en el panorama literario español, en el macroclima de las grandilocuencias y las vanidades? Pues fue uno de los escritores más libres y más inteligentes de nuestro país, y lo digo rotundamente. Es ya archisabido, se ha repetido muchas veces como extravagancia, y sin embargo es sensatez: se apartó voluntariamente, valientemente, de los focos de la gloria y la fama, de sus servidumbres, y se consagró a lo que le hacía disfrutar, a lo que le hacía feliz de verdad: imaginar y escribir. Esta decisión le aportó soledad, quietud y libertad, así que nunca lo habíamos nombrado cuando nos referíamos a las circenses trifulcas de la República las Monarquías de las Letras en España (el plural es intencionado). No le mencionábamos porque, sencillamente, no le conocíamos. Así fue. Mientras a menudo estábamos entretenidos, distraídos, con las tontunas de los perezrevertes, celas, umbrales, pradas y otros nunca suficientemente halagados cortesanos, un señor de Bilbao, un modesto funcionario del Ayuntamiento de Getxo, escribía incansable y pacientemente una obra extraordinaria y monumental, fruto del silencio y la sabiduría. En Getxo vivía nuestro Cervantes contemporáneo (y no exagero un ápice), pero esta vez sin mecenas ni visitas a Palacio.

Descubrí sus libros, si no recuerdo mal, hacia 2006, cuando estaba reciente la publicación de Verdes valles, colinas rojas. No tardé mucho en situarlo entre mis escritores favoritos, hasta hoy y para siempre. No tardé en leer otros títulos que, muy generosamente según se dice, rescató y publicó Tusquets (Las ciegas hormigas, o el durísimo, e incluso más que durísimo, Antonio B. el ruso, ciudadano de tercera, por poner un par de ejemplos). No tardé en adquirir el hábito de buscar su apellido en las estanterías de cualquier librería por si, despistado de mí, se hubiera publicado algún título más sin que me hubiese enterado.

Por otro lado, ha sido Ramiro Pinilla el escritor que me ha llevado hasta William Faulkner, de quien he devorado Sartoris y El ruido y la furia (así, en ese orden, tal y como aconsejaba el propio Faulkner). Normalmente, tradicionalmente, en España se llegaba a Faulkner vía Juan Benet, que no es mal camino en absoluto, pero en mi caso ha sido distinto. Era una de las grandes influencias literarias de Ramiro Pinilla, y eso se notaba en su estilo (que buscaba la máxima expresividad con sencillez y economía de medios literarios), en la creación y formación de sus personajes y en la creación, igualmente, de un territorio literario muy particular: en este caso, Getxo. Además, por si faltaban referentes válidos, incluyamos a Henry D. Thoreau, maestro de vida y actitudes.

Hasta siempre, Ramiro. Gracias por todo.